Cualquier persona que haya trabajado como profesor ha tenido que enfrentarse al duro trance de corregir ejercicios, cuadernos, tareas y trabajos que realizan nuestros alumnos. Corregir exámenes, sin embargo, es una cosa bien distinta, algo así como otra dimensión del universo para el corrector. Cuando se corrigen exámenes, especialmente si son de una asignatura como la filosofía, el profesor debe estar dispuesto a invertir una buena dosis de energía, muchas horas de su tiempo y un considerable esfuerzo si quiere hacerlo de manera adecuada. Tal vez en el caso de las matemáticas o de la física la cosa pueda ser a veces distinta, pero cuando se trata de un examen de filosofía, a menudo el profesor se enfrenta a una lectura interminable de largos textos expositivos, en los que no siempre resulta fácil descifrar la letra o entender lo que el estudiante ha querido decir.
¿Cómo afrontar esta responsabilidad, de la cual en buena medida va a depender la nota final de nuestros alumnos? Conozco a compañeros que invierten tardes enteras en corregir exámenes con exquisito cuidado, a los que les angustia la posibilidad de estar calificando injustamente a sus alumnos, y que por esa misma razón revisan una y otra vez sus correcciones, para evitar todo posible agravio y para utilizar siempre el mismo criterio en las mismas situaciones. Conozco también a otros compañeros que son mucho más laxos y despreocupados, así como también conozco a algunos que prefieren reducir el número de pruebas escritas que realizan con sus alumnos para no tener que corregir tanto y poder así dedicar su tiempo libre a otras tareas más estimulantes.
Yo, por mi parte, considero esencial ofrecer a los alumnos la oportunidad de realizar varias pruebas escritas distintas, para que de ese modo puedan aprender mediante la práctica cómo hacer estos exámenes con éxito. Esto me parece especialmente importante cuando los alumnos son de 2º de bachillerato, ya que muy posiblemente vayan a tener que enfrentarse a una prueba de estas características de la que dependerá su acceso a la universidad. Por eso siempre programo al menos dos exámenes por evaluación, para garantizar que todos ellos tienen la oportunidad de aprender de sus errores y entrenarse para superar sus exámenes finales. Sin embargo, la corrección de estos exámenes es para mí una dura prueba de resistencia, ya que en ellos además incluyo una gran cantidad de anotaciones para ayudar a que el alumno identifique sus errores y pueda así rectificarlos en ocasiones posteriores. No sólo dedico gran tiempo y esfuerzo a indicar cuáles son los fallos en los contenidos de mi materia, sino que además me preocupo de que mejoren su ortografía, su presentación y su expresión escrita, para lo cual empleo un bolígrafo de otro color con el que voy señalando todos los fallos estilísticos, gramaticales y ortográficos que han cometido. La nota final que doy al examen tiene en cuenta ambos factores, lo cual creo que ayuda mucho al alumno a mejorar a lo largo del curso, aunque indudablemente también supone para mí un esfuerzo extra como corrector.
El pasado lunes tuve mi primer examen del año con los alumnos de 2º de bachillerato. Llevo desde entonces utilizando todo mi tiempo libre en corregirlos, incluyendo los trayectos en transporte público hasta el trabajo, los recreos y las horas libres que tengo entre clase y clase. Hoy mismo, agobiado por la magnitud de la tarea que tenía aún pendiente, he preferido dedicarme a corregir y posponer mi sesión de coaching, que tenía programada a última hora de la mañana. Ha sido curioso y muy iluminador el comentario que me ha regalado mi coach cuando le he propuesto cancelar nuestra sesión de hoy. "Vaya", me ha dicho, "Resulta curioso que estés solicitando ayuda para apoyarte en un proceso de cambio metodológico, y que ahora estés tan preocupado por corregir tú mismo todos los exámenes. ¿Has pensado en la posibilidad de que sean los propios alumnos los que se encarguen de corregirlos?"
Como siempre me sucede con los comentarios de mi coach, esta sugerencia me ha dejado pensando durante un buen rato (aunque, eso sí, debo reconocer que sólo me he puesto verdaderamente a pensar cuando he terminado de corregir todos mis exámenes). Es muy cierto que mi tendencia como profesor es la de intentar controlar todo el proceso de enseñanza y aprendizaje, y que por eso me preocupo tanto de supervisar personalmente y con gran detalle lo que cada uno de mis alumnos ha escrito en su examen. Pero también es verdad que hay otras maneras de enfrentar la cuestión. En Inglaterra, por ejemplo, pude comprobar cuando estuve observando a los profesores en el aula cómo la coevaluación era una estrategia muy habitual, que se utiliza de manera sistemática, programada y consistente. Los alumnos, así, son los que, con ayuda de una guía, corrigen los exámenes de sus compañeros. Esto les convierte en expertos correctores, lo cual además de facilitar enormemente la tarea del profesor les ayuda a comprender cómo se debe responder un examen para obtener una buena nota. Yo este año, como parte de mi proyecto de renovación pedagógica, he empezado a utilizar la coevaluación, pero únicamente para corregir tareas sencillas que incluyen preguntas de opción múltiple, lo cual resulta mucho más fácil y rápido de supervisar que un largo examen de tipo expositivo.
¿Debería tal vez intentar aplicar la coevaluación también a los exámenes de filosofía en los que el alumno debe redactar de forma condensada el pensamiento de Platón? ¿Serían capaces mis alumnos de ponderar cuándo los contenidos merecen una buena nota y cuándo son inadecuados o inexactos? ¿Sabrían valorar correctamente los errores cometidos, incluyendo sugerencias para que no se vuelvan a producir? ¿Serían rigurosos en la supervisión de los fallos gramaticales y ortográficos? Y, lo que es más serio y comprometido, ¿debería yo transferir la responsabilidad de calificar a mis propios estudiantes? Veo muchos problemas prácticos en la aplicación de una idea como esta, porque yo mismo, que me considero un corrector experimentado, hábil, rápido y eficaz, invierto una enorme cantidad de tiempo y energía en leer y anotar los exámenes. ¿Tendría yo la confianza necesaria para poner esta responsabilidad en manos de mis alumnos? ¿Soy capaz de creer en ellos lo suficiente como para darles este poder? ¿Sería este un método fiable para prepararlos adecuadamente de cara a sus exámenes oficiales? ¿Habría alguna manera de hacer esto de forma controlada, para aprovechar las obvias ventajas de que sean los alumnos quienes corrijan, manteniendo al mismo tiempo el control y la supervisión que garantice la limpieza y validez de todo el proceso?
Tal vez la respuesta no sea tan complicada como me pueda parecer en un principio. Un compañero de mi departamento está utilizando este año una nueva herramienta online, llamada
Kaizena, con la que, según me comenta, está logrando ahorrar mucho tiempo y esfuerzo en la corrección de los comentarios de texto que manda hacer a sus alumnos. La corrección de comentarios es también una de las bestias negras de los profesores de filosofía, porque responder de manera individualizada y concreta a lo que ha escrito cada alumno lleva una enorme cantidad de tiempo. Sin embargo, mi compañero ha encontrado la manera de hacer esto de forma rápida y eficaz, puesto que esta aplicación permite grabar mensajes de voz vinculados a fragmentos específicos del texto que ha enviado el alumno. Así, simplemente hablando, el profesor puede corregir mucho más deprisa, sin perder la inmediatez y las ventajas de la atención individualizada. ¿Será esta quizá la solución que podría servirme con mis alumnos de bachillerato?