jueves, 17 de noviembre de 2016

Balance (provisional) de una apasionante experiencia

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¡Cómo pasa el tiempo! Parece que fue hace dos días cuando estaba en Valencia, descubriendo entusiasmado nuevas maneras de enseñar y aprendiendo de mis extraordinarios compañeros todo lo que se puede hacer en un aula cuando se dejan atrás el miedo, la rutina y la impotencia. De aquel curso tan intenso me llevé unas enormes ganas de poner en marcha lo aprendido, y una fuerza contagiosa que me transmitieron los estupendos profesores y maestros que tuve la suerte de conocer durante esa semana inolvidable. Tuve ocasión de aplicar en la práctica este aprendizaje durante la segunda parte del curso, que precisamente consistía en llevar a las aulas algo de lo que habíamos visto en el curso presencial. Durante los últimos dos meses he estado cambiando mi manera de enseñar, y aunque he tenido mis dudas y mis altibajos, mis contratiempos y mis pequeños sinsabores, creo que el balance global es enormemente positivo, como recoge el documento con mis conclusiones finales, que es el que enviado a los evaluadores del curso.

Quisiera llevarme de esta fase práctica del curso las ganas de continuar avanzando para consolidar todos estos cambios y para incorporarlos definitivamente a mi manera de ser profesor. Definitivamente, esta forma de estar con mis alumnos me hace sentirme mucho mejor, disfrutando más de mi trabajo y viviendo una forma de libertad – para mí y para mis alumnos – que antes no podía ni imaginarme. Todo tiene, claro está, sus ventajas y sus inconvenientes, y no es todo tan fácil como puede parecer al leer estas líneas, ni mucho menos. Pero creo que el primer paso, que es el más difícil, ya está dado. Ahora sólo me queda continuar por este mismo sendero, a mi ritmo pero sin perder el rumbo. Haciendo camino mientras se anda, que no sólo es la única manera de avanzar, sino que además es la más auténtica.

sábado, 12 de noviembre de 2016

Herramienta de instrucción masiva


¡Qué experiencia tan curiosa! El otro día viví en mi centro educativo dos maneras completamente opuestas de entender el uso de las nuevas tecnologías en la enseñanza. La primera me la encontraé a primera hora de la mañana, cuando casualmente escuché cómo dos profesoras comentaban con gran preocupación un incidente que había sucedido con una alumna. Al parecer la chica había usado su móvil en el instituto, cosa que según el reglamento de régimen interior está prohibida. El caso es que finalmente y sin saber muy bien cómo, el teléfono desapareció, con lo que se armó un buen jaleo intentando encontrar al presunto responsable de lo que parecía ser un robo. La solución para evitar este tipo de problemas, según estas dos profesoras, estaba bien clara. Lo que hay que hacer, en su opinión, es prohibir totalmente el uso de estos aparatos infernales en un centro educativo, puesto que únicamente dan problemas y generan conflictos. Si hay una urgencia, los padres pueden localizar a los alumnos llamando al teléfono del instituto, de modo que el teléfono es innecesario. Por otra parte, cuando los alumnos llevan el teléfono a lase lo que consiguen es distraerse y despistarse, puesto que pasan el tiempo preocupados por mirar el correo y el What's App en vez de atender al profesor. La cosa está bien clara: el teléfono es enemigo de la enseñanza. En las aulas lo que hay que hacer es estar bien calladito escuchando las explicaciones y usando lápiz y papel, como se ha hecho durante toda la vida.
Tal vez se trate de una visión algo extrema, pero desde luego está bastante generalizada. Lo curioso del caso es que esa misma mañana, apenas una hora después, cuando iba a entrar en mi clase de valores éticos para explicarles a mis alumnos la ética de Kant, el coordinador TIC me abordó en el pasillo para pedirme un favor. En el aula donde yo tenía que dar mi clase se acababa de instalar un nuevo punto de acceso WiFi y él quería comprobar si la conexión funcionaba adecuadamente. Para ello hacía falta que los alumnos se conectasen con sus móviles a Internet, lo cual requería darles la contraseña de acceso a la red WiFi del centro. Cuantos más alumnos se pudieran conectar, mejor, puesto que de lo que se trataba era de comprobar si la conexión soportaba un gran flujo de datos sin saturarse. Menudo papelón, pensé yo, ¿y ahora qué hago?
Supongo que en una situación como esta es cuando hace falta ser flexible y tener capacidad de reacción. Esta vez, afortunadamente, logré superar el reto. En vez de explicar yo mi lección, pensé, tal vez podría pedir a los alumnos que la consulten en Internet usando sus móviles. En realidad, toda la explicación está a disposición de los alumnos en un enlace de mi blog. Así que les pedí que usando su móvil leyeran mi presentación sobre la ética de Kant, y que trabajando por parejas respondieran a la actividad final que aparece en la última diapositiva. Confieso que no era ese el plan que tenía inicialmente previsto para mi clase, pero he de decir que funcionó estupendamente. Ni que decir tiene que cuando dijimos a los alumnos que sacaran los móviles hubo un clamor de entusiasmo en la clase. Pero mis más espantosos temores, que tenían que ver con el uso que pudieran hacer de la conexión a Internet, no tenían realmente fundamento. Resulta que los alumnos estuvieron trabajando estupendamente. Mi explicación magistral, lenta y aburrida, está claro que era innecesaria. La presentación y los apuntes que están en mi blog eran más que suficientes para que los alumnos se enterasen del tema. Y de este modo trabajaban a su ritmo, compartiendo dudas y haciendo las tareas de manera colaborativa. Me quedé pasmado de lo bien que funcionó todo. El único problema, si nos poemos a buscarlo, está en que de este modo los contenidos se cubren a toda prisa. ¡Los alumnos son mucho más rápidos que yo! Si repito esta manera de enseñar, cosa que seriamente me estoy planteando, me hará falta cambiar un poco mi enfoque para disponer de suficientes materiales disponibles...
¡Qué coincidencia tan curiosa! En un mismo día he vivido dos maneras completamente opuestas de entender el uso de los móviles en una clase. Decididamente, me quedo con la segunda experiencia, que me ha permitido vislumbrar lo que podría ser la educación si nos atrevemos a perder el miedo a la tecnología y sobre todo a la libertad de los alumnos y del profesor...

domingo, 6 de noviembre de 2016

Investigar y responder, mejor que escuchar y copiar

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El experimento de clase alternativa que tan buenos resultados me dio hace unos días con los alumnos de 4º de ESO me ha animado a continuar por esta senda extendiendo el mismo enfoque también a mis alumnos de 2º de bachillerato. Hacerlo en la asignatura de Historia de la Filosofía, sin embargo, me parecía demasiado arriesgado, puesto que esta materia tiene un peso académico muy importante, y aunque todavía estamos sumidos en la incertidumbre, parece muy probable que mis estudiantes tengan que examinarse de estos contenidos en un examen final de reválida que, aunque no tendrá este año efectos académicos para titular, sí que puede influir en su nota para el acceso a la universidad. Por eso me ha parecido mucho mejor probar este enfoque pedagógico con mis alumnos de psicología, ya que esta asignatura no está sujeta a las mismas restricciones que la Historia de la Filosofía.
Así, lanzándome sin red, a la hora de comenzar la segunda unidad del temario me decidí a dejar de hablar y a permitir que fueran los propios alumnos los que buscasen la información por su cuenta. De hecho, mis estudiantes disponen de muchas fuentes para trabajar los contenidos de cada unidad, porque además de unos apuntes fotocopiados que les he proporcionado, siempre cuentan con el apoyo de las presentaciones y los enlaces que dejo a su disposición en el blog http://psychocervantes.blogspot.com Por lo tanto, la apuesta era arriesgada, pero no tanto, ya que todos los estudiantes contaban con recursos bien estructurados para trabajar. En realidad, lo que he hecho ha sido sustituir mi clase tradicional, en la que me solía pasar la hora hablando y comentando mis propias presentaciones, por tres sesiones de trabajo en grupos cooperativos, que se han desarrollado en el aula de informática. Trabajando en equipo los alumnos tenían que responder las preguntas del cuestionario final del tema, para lo cual necesitaban leer los apuntes y consultar las presentaciones que yo les había dejado preparadas. Tengo que decir que el experimento ha salido magníficamente bien. No sé si será porque mis alumnos son especialmente serios, trabajadores y responsables, o si será porque esta manera de trabajar les estimula y les divierte más, pero lo cierto es que en el aula de informática he visto a todos los estudiantes activamente interesados en responder las cuestiones, preguntándome frecuentemente y trabajando con gran entusiasmo en la elaboración de sus respuestas. El hecho de que la materia se imparta en inglés añade, además, una dificultad adicional para aquellos alumnos que no dominan bien este idioma, lo cual ha servido por otra parte para que aprovechen los recursos que ofrece Internet a la hora de buscar las palabras adecuadas para expresar en inglés lo que querían decir.
El resultado está para mí cada vez más claro. Animar a los alumnos a investigar y a aprender por sí mismos, cuando la actividad está bien pensada y estructurada, rinde mucho más provecho que gastar el tiempo en hablar sin medida mientras los aburridos estudiantes escuchan y copian. Ahora el reto consiste en extender esta forma de trabajar para que lo que he puesto en marcha no sea únicamente una aventura puntual, sino que pase a ser mi manera habitual de hacer las cosas en el aula. ¿Tendré la fuerza, la confianza y la energía necesarias para lograrlo?

martes, 25 de octubre de 2016

Una clase exitosa


A veces las cosas salen de maravilla cuando menos te lo esperas, como me ha sucedido esta mañana con mis alumnos de 4º de ESO. En nuestra clase de Valores Éticos estamos estudiando un tema bastante complicado. Se trata de la muy abstracta diferencia que hay entre las éticas materiales y las éticas formales, algo que es esencial que los alumnos comprendan antes de introducir las ideas básicas de la ética kantiana. 

Dejando a un lado la más que cuestionable conveniencia de que los alumnos de 16 años tengan que comprender el significado del imperativo categórico, el problema que siempre se me ha planteado en estos casos es el de cómo enfocar una clase tan complicada. Habitualmente, lo que yo solía hacer era comenzar revisando las propuestas éticas de Epicuro, Aristóteles y J.S.Mill, para que los alumnos comprendan que todos estos filósofos suponían que la moral debe estar guiada por la búsqueda de un objetivo concreto (que se corresponde con el placer, la felicidad o la utilidad, respectivamente). Así, una vez entendido el planteamiento de estas éticas de fines, me parece más fácil que los alumnos comprendan la radical novedad de la ética de Kant, que en lugar de decirnos qué es lo que debemos hacer lo que nos propone es únicamente un procedimiento formal para que nosotros elaboremos autónomamente nuestras propias normas éticas.

Complicado, ¿verdad? Pues sólo hay que imaginar el papelón que puede suponer explicar esto a una clase de 30 adolescentes en plena ebullición hormonal para darse cuenta del problema a que se enfrenta el profesor de ética. Sin embargo, esta vez, armado de mi entusiasmo por el cambio y mi decidida apuesta por hacer las cosas de otra manera, me he animado a probar algo bien sencillo. Antes de entrar en clase me he planteado una sencilla pregunta. ¿Por qué no hacerlo al revés? En vez de ser yo quien se lo cuente, ¿por qué no les pido a ellos que lo descubran? En realidad, de eso se trata después de todo, si es que este cambio metodológico no es mera palabrería.

Pues dicho y hecho. El aula de informática estaba libre, así que me he llevado allí a mis alumnos y les he dado unas instrucciones claras y precisas: "Tenéis una hora para buscar información sobre cuatro teorías éticas distintas, las de Epicuro, Aristóteles, J.S.Mill y Kant. De cada una de ellas tenéis que decirme únicamente cuál es la opinión de cada autor acerca del objetivo que debemos perseguir en nuestra vida, y cuál es el modo que cada uno de ellos nos propone para lograr esa meta. Al final de la clase me tendréis que entregar una tabla con lo que hayáis descubierto, que será evaluada con una nota. ¡Adelante!"

Fácil, ¿no? Pues además de ser sencillo y mucho más relajado para mí, resulta que ha sido mucho más efectivo y provechoso que impartir una aburrida clase magistral. ¡Fenómeno! Creo que estoy empezando a pillarle el tranquillo a esto del constructivismo. ¡Si al final va a tener razón aquel profe que nos sugiere eso de que lo hagan ellos...!

jueves, 20 de octubre de 2016

¿Corregir o no corregir?



Cualquier persona que haya trabajado como profesor ha tenido que enfrentarse al duro trance de corregir ejercicios, cuadernos, tareas y trabajos que realizan nuestros alumnos. Corregir exámenes, sin embargo, es una cosa bien distinta, algo así como otra dimensión del universo para el corrector. Cuando se corrigen exámenes, especialmente si son de una asignatura como la filosofía, el profesor debe estar dispuesto a invertir una buena dosis de energía, muchas horas de su tiempo y un considerable esfuerzo si quiere hacerlo de manera adecuada. Tal vez en el caso de las matemáticas o de la física la cosa pueda ser a veces distinta, pero cuando se trata de un examen de filosofía, a menudo el profesor se enfrenta a una lectura interminable de largos textos expositivos, en los que no siempre resulta fácil descifrar la letra o entender lo que el estudiante ha querido decir.

¿Cómo afrontar esta responsabilidad, de la cual en buena medida va a depender la nota final de nuestros alumnos? Conozco a compañeros que invierten tardes enteras en corregir exámenes con exquisito cuidado, a los que les angustia la posibilidad de estar calificando injustamente a sus alumnos, y que por esa misma razón revisan una y otra vez sus correcciones, para evitar todo posible agravio y para utilizar siempre el mismo criterio en las mismas situaciones. Conozco también a otros compañeros que son mucho más laxos y despreocupados, así como también conozco a algunos que prefieren reducir el número de pruebas escritas que realizan con sus alumnos para no tener que corregir tanto y poder así dedicar su tiempo libre a otras tareas más estimulantes. 

Yo, por mi parte, considero esencial ofrecer a los alumnos la oportunidad de realizar varias pruebas escritas distintas, para que de ese modo puedan aprender mediante la práctica cómo hacer estos exámenes con éxito. Esto me parece especialmente importante cuando los alumnos son de 2º de bachillerato, ya que muy posiblemente vayan a tener que enfrentarse a una prueba de estas características de la que dependerá su acceso a la universidad. Por eso siempre programo al menos dos exámenes por evaluación, para garantizar que todos ellos tienen la oportunidad de aprender de sus errores y entrenarse para superar sus exámenes finales. Sin embargo, la corrección de estos exámenes es para mí una dura prueba de resistencia, ya que en ellos además incluyo una gran cantidad de anotaciones para ayudar a que el alumno identifique sus errores y pueda así rectificarlos en ocasiones posteriores. No sólo dedico gran tiempo y esfuerzo a indicar cuáles son los fallos en los contenidos de mi materia, sino que además me preocupo de que mejoren su ortografía, su presentación y su expresión escrita, para lo cual empleo un bolígrafo de otro color con el que voy señalando todos los fallos estilísticos, gramaticales y ortográficos que han cometido. La nota final que doy al examen tiene en cuenta ambos factores, lo cual creo que ayuda mucho al alumno a mejorar a lo largo del curso, aunque indudablemente también supone para mí un esfuerzo extra como corrector.

El pasado lunes tuve mi primer examen del año con los alumnos de 2º de bachillerato. Llevo desde entonces utilizando todo mi tiempo libre en corregirlos, incluyendo los trayectos en transporte público hasta el trabajo, los recreos y las horas libres que tengo entre clase y clase. Hoy mismo, agobiado por la magnitud de la tarea que tenía aún pendiente, he preferido dedicarme a corregir y posponer mi sesión de coaching, que tenía programada a última hora de la mañana. Ha sido curioso y muy iluminador el comentario que me ha regalado mi coach cuando le he propuesto cancelar nuestra sesión de hoy. "Vaya", me ha dicho, "Resulta curioso que estés solicitando ayuda para apoyarte en un proceso de cambio metodológico, y que ahora estés tan preocupado por corregir tú mismo todos los exámenes. ¿Has pensado en la posibilidad de que sean los propios alumnos los que se encarguen de corregirlos?"

Como siempre me sucede con los comentarios de mi coach, esta sugerencia me ha dejado pensando durante un buen rato (aunque, eso sí, debo reconocer que sólo me he puesto verdaderamente a pensar cuando he terminado de corregir todos mis exámenes). Es muy cierto que mi tendencia como profesor es la de intentar controlar todo el proceso de enseñanza y aprendizaje, y que por eso me preocupo tanto de supervisar personalmente y con gran detalle lo que cada uno de mis alumnos ha escrito en su examen. Pero también es verdad que hay otras maneras de enfrentar la cuestión. En Inglaterra, por ejemplo, pude comprobar cuando estuve observando a los profesores en el aula cómo la coevaluación era una estrategia muy habitual, que se utiliza de manera sistemática, programada y consistente. Los alumnos, así, son los que, con ayuda de una guía, corrigen los exámenes de sus compañeros. Esto les convierte en expertos correctores, lo cual además de facilitar enormemente la tarea del profesor les ayuda a comprender cómo se debe responder un examen para obtener una buena nota. Yo este año, como parte de mi proyecto de renovación pedagógica, he empezado a utilizar la coevaluación, pero únicamente para corregir tareas sencillas que incluyen preguntas de opción múltiple, lo cual resulta mucho más fácil y rápido de supervisar que un largo examen de tipo expositivo.

¿Debería tal vez intentar aplicar la coevaluación también a los exámenes de filosofía en los que el alumno debe redactar de forma condensada el pensamiento de Platón? ¿Serían capaces mis alumnos de ponderar cuándo los contenidos merecen una buena nota y cuándo son inadecuados o inexactos? ¿Sabrían valorar correctamente los errores cometidos, incluyendo sugerencias para que no se vuelvan a producir? ¿Serían rigurosos en la supervisión de los fallos gramaticales y ortográficos? Y, lo que es más serio y comprometido, ¿debería yo transferir la responsabilidad de calificar a mis propios estudiantes? Veo muchos problemas prácticos en la aplicación de una idea como esta, porque yo mismo, que me considero un corrector experimentado, hábil, rápido y eficaz, invierto una enorme cantidad de tiempo y energía en leer y anotar los exámenes. ¿Tendría yo la confianza necesaria para poner esta responsabilidad en manos de mis alumnos? ¿Soy capaz de creer en ellos lo suficiente como para darles este poder? ¿Sería este un método fiable para prepararlos adecuadamente de cara a sus exámenes oficiales? ¿Habría alguna manera de hacer esto de forma controlada, para aprovechar las obvias ventajas de que sean los alumnos quienes corrijan, manteniendo al mismo tiempo el control y la supervisión que garantice la limpieza y validez de todo el proceso?

Tal vez la respuesta no sea tan complicada como me pueda parecer en un principio. Un compañero de mi departamento está utilizando este año una nueva herramienta online, llamada Kaizena, con la que, según me comenta, está logrando ahorrar mucho tiempo y esfuerzo en la corrección de los comentarios de texto que manda hacer a sus alumnos. La corrección de comentarios es también una de las bestias negras de los profesores de filosofía, porque responder de manera individualizada y concreta a lo que ha escrito cada alumno lleva una enorme cantidad de tiempo. Sin embargo, mi compañero ha encontrado la manera de hacer esto de forma rápida y eficaz, puesto que esta aplicación permite grabar mensajes de voz vinculados a fragmentos específicos del texto que ha enviado el alumno. Así, simplemente hablando, el profesor puede corregir mucho más deprisa, sin perder la inmediatez y las ventajas de la atención individualizada. ¿Será esta quizá la solución que podría servirme con mis alumnos de bachillerato?

domingo, 16 de octubre de 2016

¡Que lo hagan ellos!

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Cuando, a raíz de los cambios que estoy poniendo en marcha, me siento abrumado por las dudas y por la incertidumbre, siempre es útil, sano y positivo echar un vistazo a aquello que sí que funciona y resulta eficaz, agradable y positivo. Esto es justamente lo que me ha sucedido durante la última semana con mis alumnos de 4º de ESO, con quienes he trabajado de manera muy satisfactoria desde un enfoque horizontal, abierto y participativo que parece haber funcionado estupendamente.

Desde hace ya algún tiempo vengo poniendo en marcha, con mis clases de la ESO, iniciativas basadas en el trabajo en grupos cooperativos. A pesar de que cuento con muy poco tiempo (tan solo una o dos horas a la semana para mi asignatura), considero importante que los alumnos lleven a cabo, al menos una vez por trimestre, un trabajo en equipo. Este primer trimestre, con los alumnos de Valores Éticos de 4º de ESO, este trabajo está centrado en la globalización. La idea es que los alumnos aprendan qué es la globalización, y que sean capaces de identificar algunas de sus ventajas y desventajas para poder formarse una opinión propia que sea al mismo tiempo crítica y bien fundamentada.

Viendo las cosas con perspectiva, resulta para mí muy interesante y alentador comprobar los cambios que he ido introduciendo en mi manera de enseñar este tema. Hace algunos años yo trataba estas cuestiones, como tantas otras, explicando detalladamente el proceso de globalización económica, social y cultural. La clase que dedicaba a este asunto se basaba fundamentalmente en una exposición magistral, en la que solía utilizar mapas, gráficos, imágenes y textos para apoyar mi discurso. Durante una hora o dos, era yo el único que hablaba, mientras los alumnos se limitaban a escuchar o a tomar notas. 

Ahora, en cambio, hago las cosas de otra manera. Para que los alumnos lleguen a comprender lo que es la globalización me parece mucho más útil animarles a buscar las respuestas en Internet. Con la ayuda de una estupenda Webquest que ha elaborado un profesor canadiense, mis alumnos de 4º de la ESO han dedicado tres sesiones en el aula de informática a aprender por sí mismos, sin tener que escuchar mi aburrida explicación sobre este tema. 

Como dice Jim Smith, un conocido autor británico, tal vez la manera más útil y productiva de enseñar consiste en adoptar la estrategia del "profesor vago", que consiste en animar a los alumnos a que sean ellos mismos los que hagan las cosas. Por supuesto no se trata de que el profesor deje de trabajar, sino de que el marco pedagógico cambie para lograr que los estudiantes sean los propios protagonistas de su educación. Por lo que he visto estos días en mis clases, puedo asegurar que la cosa funciona y que mis alumnos han logrado así aprender mucho más de lo que habrían logrado con una clase magistral al estilo tradicional. ¡Espero recordarlo para me sirva de inspiración y de ánimo cuando las fuerzas me flaqueen! 

miércoles, 12 de octubre de 2016

Empatía aplicada

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Es sorprendente cómo la vida a veces nos da auténticas lecciones cuando uno menos se lo espera. A mí acaba de ocurrirme algo así, cuando de la manera más insospechada me he visto envuelto en un insospechado ejercicio de empatía aplicada. La sacudida ha sido fenomenal, pero me ha servido para aprender de forma muy clara los sentimientos y las emociones que algunos de mis alumnos pueden experimentar cuando yo mismo estoy delante de ellos impartiéndoles clase.

Para aclarar lo que ha ocurrido es preciso dar primero un pequeño rodeo. El centro educativo en el que yo doy clases es una institución algo peculiar, porque se organiza en tres turnos diferentes (mañana, tarde y noche), y porque dispone de dos edificios distintos. El hecho de que los alumnos de bachillerato reciban sus clases en el edificio más grande, antiguo, noble e impresionante, que cuenta además con protección oficial por su valor artístico e histórico, es de por sí un claro síntoma de la forma en que generalmente se entiende el proceso educativo en la cultura de nuestro centro. Pero esa es otra historia, a la que tal vez algún día me anime a dedicar una entrada en este blog. Lo que hoy quería contar es que el edificio secundario, al que también sintomáticamente denominamos "anexo" (como si simplemente fuera un añadido postizo de lo realmente importante, que son las clases de bachiller) no pertenece íntegramente a nuestro Instituto de Educación Secundaria, puesto que su uso lo compartimos con la Escuela Oficial de Idiomas del barrio. Por la mañana, en este edificio nosotros damos clase a los alumnos de ESO, mientras que por la tarde los profesores de idiomas dan clase de inglés, francés, alemán y español a quienes desean aprender otra lengua.

Aprovechando esta curiosa circunstancia, que pone tan cerca de nosotros la interesante oportunidad de aprender una lengua extranjera, hay varios profesores y muchos alumnos de nuestro instituto que se deciden a inscribirse en la Escuela de Idiomas. Siguiendo su ejemplo, este año también yo me he animado. Tengo la suerte de hablar inglés con fluidez y mucha soltura, lo cual me ha sido de gran utilidad porque me ha permitido obtener una plaza definitiva como profesor de filosofía en mi instituto, que es bilingüe. De no haber sido porque cuento con la habilitación para dar clases en inglés, posiblemente habría tenido que esperar treinta años para lograr un traslado a un centro educativo tan céntrico y atractivo como este en el que ahora estoy trabajando. Así que realmente aprender idiomas sí que puede servir, al fin y al cabo, para algo... Además, hablo francés a nivel medio y comprendo sin grandes dificultades el italiano y el portugués, lo cual me permite comunicarme a nivel básico y leer libros en estos dos idiomas. 

El alemán, en cambio, me parece una lengua mucho más difícil. Aunque estudié algo de alemán hace ya casi veinte años, y aunque a base de leer con atención los libretos de óperas y canciones alemanas he logrado adquirir un vocabulario básico, lo cierto es que mis conocimientos en esta lengua son muy limitados. Siempre he querido dominar el alemán, que me parece una lengua importantísima en la filosofía, la música y la literatura, así que este año me he liado la manta a la cabeza y me he inscrito en la Escuela de Idiomas que tengo tan cerca de mi trabajo. En el mes de junio tuve que hacer un examen para determinar mi nivel. Para mi sorpresa, me indicaron que debía matricularme en cuarto curso, que es el escalón educativo que conduce a la obtención de un certificado B1 en el marco europeo de las lenguas. Esto a mí me parece que está bastante por encima de mi dominio real del alemán, ya que me cuesta mucho encontrar las palabras adecuadas para expresarme en este idioma, sobre todo si lo comparo con mi dominio del inglés. Pero no soy yo el experto que debe determinar cuál es el grupo adecuado que me corresponde, así que tras superar mis dudas iniciales, entre orgulloso y asustado por haber sido considerado digno de tal honor, finalmente me decidí a matricularme en cuarto curso de alemán.

Pero nada me había preparado para la sorpresa inicial del primer día de clase. Sentado en medio de un grupo en el que yo no conocía a nadie y en el que no sabía muy bien qué esperar, me encontré de repente envuelto en una verdadera experiencia de inmersión lingüística para la que no estaba  en absoluto preparado. Después, pensándolo un poco, me ha parecido completamente normal que en un nivel como este todo el mundo, y sobre todo la profesora, deba hablar alemán y nada más que alemán en la clase. Pero mi escasa experiencia utilizando esta lengua, mi falta de vocabulario y mi inseguridad me hicieron sentir tremendamente incómodo, sobre todo al principio. También creo que tuvo mucho que ver el hecho de que nuestra profesora hable alemán a gran velocidad y empleando un volumen muy bajo, lo cual hace que todos los alumnos hayamos comenzado a disputarnos los asientos en primeras filas de la clase para poder entenderla algo mejor. Pese a todo, haciendo un gran esfuerzo de concentración, creo que logré comprenderla bastante bien, aunque eso no mitigó mi sensación de zozobra e inseguridad.

Y entonces fue cuando caí en la cuenta. Esta es, exactamente, la misma sensación que deben experimentar mis alumnos de la ESO cuando yo, que imparto clase íntegramente en inglés, me dirijo a ellos en el aula. Los rostros de desconcierto, de incomodidad, de vergüenza y de miedo que aprecio en muchos de ellos me parecían algo difícil de comprender. ¡Claro! El inglés que utilizo me parece tan básico, tan fácil de comprender, tan elemental, tan transparente... que parece mentira que haya alguien para quien resulte imposible de entender. A veces me olvido de que no todo el mundo tiene el mismo dominio de este idioma, que para ninguno de nosotros es una lengua materna. La transparencia y claridad que el inglés tiene para mí es sólo el efecto, logrado con mucho tiempo y esfuerzo, de mis largos años de práctica y aprendizaje, que la mayor parte de mis alumnos todavía no ha tenido ocasión de disfrutar. Enfrentarme a la dura experiencia de la inmersión en el alemán, aunque haya sido solo por una hora o dos, me ha permitido comprender la sensación de agobio asfixiante que puede suponer verse envuelto en un idioma que resulta difícil de comprender. ¡Y eso que yo sí que lograba entender algo! ¿Cómo se sentirán los alumnos que de verdad no entienden nada? ¿Soy consciente a diario de sus dificultades? ¿Los tengo en cuenta cuando doy mis clases? ¿Me acuerdo de verlos, uno a uno, en su incomparable individualidad, para atender sus dudas y para resolver sus problemas? ¿Me servirá esta experiencia tan curiosa, de empatía práctica por sorpresa, para ser más comprensivo, paciente y cuidadoso cuando yo doy mis propias clases en inglés?