martes, 25 de octubre de 2016

Una clase exitosa


A veces las cosas salen de maravilla cuando menos te lo esperas, como me ha sucedido esta mañana con mis alumnos de 4º de ESO. En nuestra clase de Valores Éticos estamos estudiando un tema bastante complicado. Se trata de la muy abstracta diferencia que hay entre las éticas materiales y las éticas formales, algo que es esencial que los alumnos comprendan antes de introducir las ideas básicas de la ética kantiana. 

Dejando a un lado la más que cuestionable conveniencia de que los alumnos de 16 años tengan que comprender el significado del imperativo categórico, el problema que siempre se me ha planteado en estos casos es el de cómo enfocar una clase tan complicada. Habitualmente, lo que yo solía hacer era comenzar revisando las propuestas éticas de Epicuro, Aristóteles y J.S.Mill, para que los alumnos comprendan que todos estos filósofos suponían que la moral debe estar guiada por la búsqueda de un objetivo concreto (que se corresponde con el placer, la felicidad o la utilidad, respectivamente). Así, una vez entendido el planteamiento de estas éticas de fines, me parece más fácil que los alumnos comprendan la radical novedad de la ética de Kant, que en lugar de decirnos qué es lo que debemos hacer lo que nos propone es únicamente un procedimiento formal para que nosotros elaboremos autónomamente nuestras propias normas éticas.

Complicado, ¿verdad? Pues sólo hay que imaginar el papelón que puede suponer explicar esto a una clase de 30 adolescentes en plena ebullición hormonal para darse cuenta del problema a que se enfrenta el profesor de ética. Sin embargo, esta vez, armado de mi entusiasmo por el cambio y mi decidida apuesta por hacer las cosas de otra manera, me he animado a probar algo bien sencillo. Antes de entrar en clase me he planteado una sencilla pregunta. ¿Por qué no hacerlo al revés? En vez de ser yo quien se lo cuente, ¿por qué no les pido a ellos que lo descubran? En realidad, de eso se trata después de todo, si es que este cambio metodológico no es mera palabrería.

Pues dicho y hecho. El aula de informática estaba libre, así que me he llevado allí a mis alumnos y les he dado unas instrucciones claras y precisas: "Tenéis una hora para buscar información sobre cuatro teorías éticas distintas, las de Epicuro, Aristóteles, J.S.Mill y Kant. De cada una de ellas tenéis que decirme únicamente cuál es la opinión de cada autor acerca del objetivo que debemos perseguir en nuestra vida, y cuál es el modo que cada uno de ellos nos propone para lograr esa meta. Al final de la clase me tendréis que entregar una tabla con lo que hayáis descubierto, que será evaluada con una nota. ¡Adelante!"

Fácil, ¿no? Pues además de ser sencillo y mucho más relajado para mí, resulta que ha sido mucho más efectivo y provechoso que impartir una aburrida clase magistral. ¡Fenómeno! Creo que estoy empezando a pillarle el tranquillo a esto del constructivismo. ¡Si al final va a tener razón aquel profe que nos sugiere eso de que lo hagan ellos...!

jueves, 20 de octubre de 2016

¿Corregir o no corregir?



Cualquier persona que haya trabajado como profesor ha tenido que enfrentarse al duro trance de corregir ejercicios, cuadernos, tareas y trabajos que realizan nuestros alumnos. Corregir exámenes, sin embargo, es una cosa bien distinta, algo así como otra dimensión del universo para el corrector. Cuando se corrigen exámenes, especialmente si son de una asignatura como la filosofía, el profesor debe estar dispuesto a invertir una buena dosis de energía, muchas horas de su tiempo y un considerable esfuerzo si quiere hacerlo de manera adecuada. Tal vez en el caso de las matemáticas o de la física la cosa pueda ser a veces distinta, pero cuando se trata de un examen de filosofía, a menudo el profesor se enfrenta a una lectura interminable de largos textos expositivos, en los que no siempre resulta fácil descifrar la letra o entender lo que el estudiante ha querido decir.

¿Cómo afrontar esta responsabilidad, de la cual en buena medida va a depender la nota final de nuestros alumnos? Conozco a compañeros que invierten tardes enteras en corregir exámenes con exquisito cuidado, a los que les angustia la posibilidad de estar calificando injustamente a sus alumnos, y que por esa misma razón revisan una y otra vez sus correcciones, para evitar todo posible agravio y para utilizar siempre el mismo criterio en las mismas situaciones. Conozco también a otros compañeros que son mucho más laxos y despreocupados, así como también conozco a algunos que prefieren reducir el número de pruebas escritas que realizan con sus alumnos para no tener que corregir tanto y poder así dedicar su tiempo libre a otras tareas más estimulantes. 

Yo, por mi parte, considero esencial ofrecer a los alumnos la oportunidad de realizar varias pruebas escritas distintas, para que de ese modo puedan aprender mediante la práctica cómo hacer estos exámenes con éxito. Esto me parece especialmente importante cuando los alumnos son de 2º de bachillerato, ya que muy posiblemente vayan a tener que enfrentarse a una prueba de estas características de la que dependerá su acceso a la universidad. Por eso siempre programo al menos dos exámenes por evaluación, para garantizar que todos ellos tienen la oportunidad de aprender de sus errores y entrenarse para superar sus exámenes finales. Sin embargo, la corrección de estos exámenes es para mí una dura prueba de resistencia, ya que en ellos además incluyo una gran cantidad de anotaciones para ayudar a que el alumno identifique sus errores y pueda así rectificarlos en ocasiones posteriores. No sólo dedico gran tiempo y esfuerzo a indicar cuáles son los fallos en los contenidos de mi materia, sino que además me preocupo de que mejoren su ortografía, su presentación y su expresión escrita, para lo cual empleo un bolígrafo de otro color con el que voy señalando todos los fallos estilísticos, gramaticales y ortográficos que han cometido. La nota final que doy al examen tiene en cuenta ambos factores, lo cual creo que ayuda mucho al alumno a mejorar a lo largo del curso, aunque indudablemente también supone para mí un esfuerzo extra como corrector.

El pasado lunes tuve mi primer examen del año con los alumnos de 2º de bachillerato. Llevo desde entonces utilizando todo mi tiempo libre en corregirlos, incluyendo los trayectos en transporte público hasta el trabajo, los recreos y las horas libres que tengo entre clase y clase. Hoy mismo, agobiado por la magnitud de la tarea que tenía aún pendiente, he preferido dedicarme a corregir y posponer mi sesión de coaching, que tenía programada a última hora de la mañana. Ha sido curioso y muy iluminador el comentario que me ha regalado mi coach cuando le he propuesto cancelar nuestra sesión de hoy. "Vaya", me ha dicho, "Resulta curioso que estés solicitando ayuda para apoyarte en un proceso de cambio metodológico, y que ahora estés tan preocupado por corregir tú mismo todos los exámenes. ¿Has pensado en la posibilidad de que sean los propios alumnos los que se encarguen de corregirlos?"

Como siempre me sucede con los comentarios de mi coach, esta sugerencia me ha dejado pensando durante un buen rato (aunque, eso sí, debo reconocer que sólo me he puesto verdaderamente a pensar cuando he terminado de corregir todos mis exámenes). Es muy cierto que mi tendencia como profesor es la de intentar controlar todo el proceso de enseñanza y aprendizaje, y que por eso me preocupo tanto de supervisar personalmente y con gran detalle lo que cada uno de mis alumnos ha escrito en su examen. Pero también es verdad que hay otras maneras de enfrentar la cuestión. En Inglaterra, por ejemplo, pude comprobar cuando estuve observando a los profesores en el aula cómo la coevaluación era una estrategia muy habitual, que se utiliza de manera sistemática, programada y consistente. Los alumnos, así, son los que, con ayuda de una guía, corrigen los exámenes de sus compañeros. Esto les convierte en expertos correctores, lo cual además de facilitar enormemente la tarea del profesor les ayuda a comprender cómo se debe responder un examen para obtener una buena nota. Yo este año, como parte de mi proyecto de renovación pedagógica, he empezado a utilizar la coevaluación, pero únicamente para corregir tareas sencillas que incluyen preguntas de opción múltiple, lo cual resulta mucho más fácil y rápido de supervisar que un largo examen de tipo expositivo.

¿Debería tal vez intentar aplicar la coevaluación también a los exámenes de filosofía en los que el alumno debe redactar de forma condensada el pensamiento de Platón? ¿Serían capaces mis alumnos de ponderar cuándo los contenidos merecen una buena nota y cuándo son inadecuados o inexactos? ¿Sabrían valorar correctamente los errores cometidos, incluyendo sugerencias para que no se vuelvan a producir? ¿Serían rigurosos en la supervisión de los fallos gramaticales y ortográficos? Y, lo que es más serio y comprometido, ¿debería yo transferir la responsabilidad de calificar a mis propios estudiantes? Veo muchos problemas prácticos en la aplicación de una idea como esta, porque yo mismo, que me considero un corrector experimentado, hábil, rápido y eficaz, invierto una enorme cantidad de tiempo y energía en leer y anotar los exámenes. ¿Tendría yo la confianza necesaria para poner esta responsabilidad en manos de mis alumnos? ¿Soy capaz de creer en ellos lo suficiente como para darles este poder? ¿Sería este un método fiable para prepararlos adecuadamente de cara a sus exámenes oficiales? ¿Habría alguna manera de hacer esto de forma controlada, para aprovechar las obvias ventajas de que sean los alumnos quienes corrijan, manteniendo al mismo tiempo el control y la supervisión que garantice la limpieza y validez de todo el proceso?

Tal vez la respuesta no sea tan complicada como me pueda parecer en un principio. Un compañero de mi departamento está utilizando este año una nueva herramienta online, llamada Kaizena, con la que, según me comenta, está logrando ahorrar mucho tiempo y esfuerzo en la corrección de los comentarios de texto que manda hacer a sus alumnos. La corrección de comentarios es también una de las bestias negras de los profesores de filosofía, porque responder de manera individualizada y concreta a lo que ha escrito cada alumno lleva una enorme cantidad de tiempo. Sin embargo, mi compañero ha encontrado la manera de hacer esto de forma rápida y eficaz, puesto que esta aplicación permite grabar mensajes de voz vinculados a fragmentos específicos del texto que ha enviado el alumno. Así, simplemente hablando, el profesor puede corregir mucho más deprisa, sin perder la inmediatez y las ventajas de la atención individualizada. ¿Será esta quizá la solución que podría servirme con mis alumnos de bachillerato?

domingo, 16 de octubre de 2016

¡Que lo hagan ellos!

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Cuando, a raíz de los cambios que estoy poniendo en marcha, me siento abrumado por las dudas y por la incertidumbre, siempre es útil, sano y positivo echar un vistazo a aquello que sí que funciona y resulta eficaz, agradable y positivo. Esto es justamente lo que me ha sucedido durante la última semana con mis alumnos de 4º de ESO, con quienes he trabajado de manera muy satisfactoria desde un enfoque horizontal, abierto y participativo que parece haber funcionado estupendamente.

Desde hace ya algún tiempo vengo poniendo en marcha, con mis clases de la ESO, iniciativas basadas en el trabajo en grupos cooperativos. A pesar de que cuento con muy poco tiempo (tan solo una o dos horas a la semana para mi asignatura), considero importante que los alumnos lleven a cabo, al menos una vez por trimestre, un trabajo en equipo. Este primer trimestre, con los alumnos de Valores Éticos de 4º de ESO, este trabajo está centrado en la globalización. La idea es que los alumnos aprendan qué es la globalización, y que sean capaces de identificar algunas de sus ventajas y desventajas para poder formarse una opinión propia que sea al mismo tiempo crítica y bien fundamentada.

Viendo las cosas con perspectiva, resulta para mí muy interesante y alentador comprobar los cambios que he ido introduciendo en mi manera de enseñar este tema. Hace algunos años yo trataba estas cuestiones, como tantas otras, explicando detalladamente el proceso de globalización económica, social y cultural. La clase que dedicaba a este asunto se basaba fundamentalmente en una exposición magistral, en la que solía utilizar mapas, gráficos, imágenes y textos para apoyar mi discurso. Durante una hora o dos, era yo el único que hablaba, mientras los alumnos se limitaban a escuchar o a tomar notas. 

Ahora, en cambio, hago las cosas de otra manera. Para que los alumnos lleguen a comprender lo que es la globalización me parece mucho más útil animarles a buscar las respuestas en Internet. Con la ayuda de una estupenda Webquest que ha elaborado un profesor canadiense, mis alumnos de 4º de la ESO han dedicado tres sesiones en el aula de informática a aprender por sí mismos, sin tener que escuchar mi aburrida explicación sobre este tema. 

Como dice Jim Smith, un conocido autor británico, tal vez la manera más útil y productiva de enseñar consiste en adoptar la estrategia del "profesor vago", que consiste en animar a los alumnos a que sean ellos mismos los que hagan las cosas. Por supuesto no se trata de que el profesor deje de trabajar, sino de que el marco pedagógico cambie para lograr que los estudiantes sean los propios protagonistas de su educación. Por lo que he visto estos días en mis clases, puedo asegurar que la cosa funciona y que mis alumnos han logrado así aprender mucho más de lo que habrían logrado con una clase magistral al estilo tradicional. ¡Espero recordarlo para me sirva de inspiración y de ánimo cuando las fuerzas me flaqueen! 

miércoles, 12 de octubre de 2016

Empatía aplicada

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Es sorprendente cómo la vida a veces nos da auténticas lecciones cuando uno menos se lo espera. A mí acaba de ocurrirme algo así, cuando de la manera más insospechada me he visto envuelto en un insospechado ejercicio de empatía aplicada. La sacudida ha sido fenomenal, pero me ha servido para aprender de forma muy clara los sentimientos y las emociones que algunos de mis alumnos pueden experimentar cuando yo mismo estoy delante de ellos impartiéndoles clase.

Para aclarar lo que ha ocurrido es preciso dar primero un pequeño rodeo. El centro educativo en el que yo doy clases es una institución algo peculiar, porque se organiza en tres turnos diferentes (mañana, tarde y noche), y porque dispone de dos edificios distintos. El hecho de que los alumnos de bachillerato reciban sus clases en el edificio más grande, antiguo, noble e impresionante, que cuenta además con protección oficial por su valor artístico e histórico, es de por sí un claro síntoma de la forma en que generalmente se entiende el proceso educativo en la cultura de nuestro centro. Pero esa es otra historia, a la que tal vez algún día me anime a dedicar una entrada en este blog. Lo que hoy quería contar es que el edificio secundario, al que también sintomáticamente denominamos "anexo" (como si simplemente fuera un añadido postizo de lo realmente importante, que son las clases de bachiller) no pertenece íntegramente a nuestro Instituto de Educación Secundaria, puesto que su uso lo compartimos con la Escuela Oficial de Idiomas del barrio. Por la mañana, en este edificio nosotros damos clase a los alumnos de ESO, mientras que por la tarde los profesores de idiomas dan clase de inglés, francés, alemán y español a quienes desean aprender otra lengua.

Aprovechando esta curiosa circunstancia, que pone tan cerca de nosotros la interesante oportunidad de aprender una lengua extranjera, hay varios profesores y muchos alumnos de nuestro instituto que se deciden a inscribirse en la Escuela de Idiomas. Siguiendo su ejemplo, este año también yo me he animado. Tengo la suerte de hablar inglés con fluidez y mucha soltura, lo cual me ha sido de gran utilidad porque me ha permitido obtener una plaza definitiva como profesor de filosofía en mi instituto, que es bilingüe. De no haber sido porque cuento con la habilitación para dar clases en inglés, posiblemente habría tenido que esperar treinta años para lograr un traslado a un centro educativo tan céntrico y atractivo como este en el que ahora estoy trabajando. Así que realmente aprender idiomas sí que puede servir, al fin y al cabo, para algo... Además, hablo francés a nivel medio y comprendo sin grandes dificultades el italiano y el portugués, lo cual me permite comunicarme a nivel básico y leer libros en estos dos idiomas. 

El alemán, en cambio, me parece una lengua mucho más difícil. Aunque estudié algo de alemán hace ya casi veinte años, y aunque a base de leer con atención los libretos de óperas y canciones alemanas he logrado adquirir un vocabulario básico, lo cierto es que mis conocimientos en esta lengua son muy limitados. Siempre he querido dominar el alemán, que me parece una lengua importantísima en la filosofía, la música y la literatura, así que este año me he liado la manta a la cabeza y me he inscrito en la Escuela de Idiomas que tengo tan cerca de mi trabajo. En el mes de junio tuve que hacer un examen para determinar mi nivel. Para mi sorpresa, me indicaron que debía matricularme en cuarto curso, que es el escalón educativo que conduce a la obtención de un certificado B1 en el marco europeo de las lenguas. Esto a mí me parece que está bastante por encima de mi dominio real del alemán, ya que me cuesta mucho encontrar las palabras adecuadas para expresarme en este idioma, sobre todo si lo comparo con mi dominio del inglés. Pero no soy yo el experto que debe determinar cuál es el grupo adecuado que me corresponde, así que tras superar mis dudas iniciales, entre orgulloso y asustado por haber sido considerado digno de tal honor, finalmente me decidí a matricularme en cuarto curso de alemán.

Pero nada me había preparado para la sorpresa inicial del primer día de clase. Sentado en medio de un grupo en el que yo no conocía a nadie y en el que no sabía muy bien qué esperar, me encontré de repente envuelto en una verdadera experiencia de inmersión lingüística para la que no estaba  en absoluto preparado. Después, pensándolo un poco, me ha parecido completamente normal que en un nivel como este todo el mundo, y sobre todo la profesora, deba hablar alemán y nada más que alemán en la clase. Pero mi escasa experiencia utilizando esta lengua, mi falta de vocabulario y mi inseguridad me hicieron sentir tremendamente incómodo, sobre todo al principio. También creo que tuvo mucho que ver el hecho de que nuestra profesora hable alemán a gran velocidad y empleando un volumen muy bajo, lo cual hace que todos los alumnos hayamos comenzado a disputarnos los asientos en primeras filas de la clase para poder entenderla algo mejor. Pese a todo, haciendo un gran esfuerzo de concentración, creo que logré comprenderla bastante bien, aunque eso no mitigó mi sensación de zozobra e inseguridad.

Y entonces fue cuando caí en la cuenta. Esta es, exactamente, la misma sensación que deben experimentar mis alumnos de la ESO cuando yo, que imparto clase íntegramente en inglés, me dirijo a ellos en el aula. Los rostros de desconcierto, de incomodidad, de vergüenza y de miedo que aprecio en muchos de ellos me parecían algo difícil de comprender. ¡Claro! El inglés que utilizo me parece tan básico, tan fácil de comprender, tan elemental, tan transparente... que parece mentira que haya alguien para quien resulte imposible de entender. A veces me olvido de que no todo el mundo tiene el mismo dominio de este idioma, que para ninguno de nosotros es una lengua materna. La transparencia y claridad que el inglés tiene para mí es sólo el efecto, logrado con mucho tiempo y esfuerzo, de mis largos años de práctica y aprendizaje, que la mayor parte de mis alumnos todavía no ha tenido ocasión de disfrutar. Enfrentarme a la dura experiencia de la inmersión en el alemán, aunque haya sido solo por una hora o dos, me ha permitido comprender la sensación de agobio asfixiante que puede suponer verse envuelto en un idioma que resulta difícil de comprender. ¡Y eso que yo sí que lograba entender algo! ¿Cómo se sentirán los alumnos que de verdad no entienden nada? ¿Soy consciente a diario de sus dificultades? ¿Los tengo en cuenta cuando doy mis clases? ¿Me acuerdo de verlos, uno a uno, en su incomparable individualidad, para atender sus dudas y para resolver sus problemas? ¿Me servirá esta experiencia tan curiosa, de empatía práctica por sorpresa, para ser más comprensivo, paciente y cuidadoso cuando yo doy mis propias clases en inglés?


lunes, 10 de octubre de 2016

Mis primeras dudas

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Ahora que llevamos casi un mes en marcha con este curso escolar, y después de haber empezado con tanto entusiasmo y tanta ilusión, creo que estoy empezando a sentir mis primeras dudas en el camino. Supongo que es algo normal, teniendo en cuenta la difícil apuesta que he hecho este año, pero aún así el tema me desasosiega más de lo que me gustaría. 

Para empezar, me siento muy cansado porque la preparación de todos los materiales y de las clases requiere una enorme inversión de tiempo y de energía que me hace llegar agotado al fin de semana. Tal vez, como muy acertadamente sugirió mi coach en nuestra primera sesión de la semana pasada, en todo este proceso esté manifestándose uno de los aspectos de mi lado más sombrío: el desmesurado afán de perfeccionismo que me lleva a tratar de tener todo bajo control. Al revisar el decálogo que escribí, me hizo notar algo que yo no había advertido y que es muy revelador. Justo al principio de mis diez puntos, en el primero, he empezado por utilizar dos veces la palabra "bien", un término difícil de definir porque es excesivamente abierto y subjetivo, y en el que además resuena una considerable carga de exigencia y de obligación. Es sintomático que justamente sea así como haya decidido comenzar mi lista de propósitos para este año. Aunque una dosis de estructura y organización es muy positiva, y yo creo que no podría vivir sin ella, el problema surge cuando esta necesidad de planificación se apodera de mi vida y de mi tiempo y amenaza con asfixiarme. Esto es lo que a veces he sentido en los últimos días, en los que incluso me costaba descansar bien por las noches porque mi mente seguía preocupada con las actividades y los ejercicios que tenía pendientes para mis clases. Esto no es nada sano, y no es el tipo de vida que deseo para mí, ni como profesor ni como persona. ¿Seré capaz de encontrar el equilibrio entre la confianza que me proporciona disponer de una estructura y la necesidad de disfrutar del descanso y la desconexión que tanta falta me hacen?

En segundo lugar, me preocupa cada vez más lo difícil que me está resultando aplicar este nuevo método abierto, participativo y constructivista en mis clases de bachillerato. Con los alumnos más pequeños todo va sobre ruedas, creo que de hecho las cosas van mucho mejor que el año pasado, cuando mi estilo era mucho más vertical y controlador. Sin embargo, en bachillerato las cosas son distintas. Aunque en teoría todo suena muy bonito, mi tendencia natural a acaparar la palabra y a tomar las riendas de la clase se agudiza cuando me enfrento a una clase de 30 alumnos con un nivel muy bajo de conocimientos en mi asignatura, y que se van a enfrentar a un examen externo de carácter básicamente memorístico. Aunque yo ya me había dado cuenta de esta deriva, la cosa quedó claramente en evidencia el otro día, cuando uno de mis mejores alumnos, brillante, participativo, crítico y muy inteligente me recordó que el primer día del curso yo había prometido hacer clases más participativas, pero que últimamente me pasaba el tiempo hablando sin apenas permitir a los alumnos intervenir con preguntas. Le di, por supuesto, la razón. Y no solo eso, sino que además pedí su ayuda para intentar encontrar un camino que nos permitiese conjugar un modelo participativo, abierto y horizontal con la necesidad de cubrir un temario que abarca 24 siglos y trata en profundidad a 12 autores distintos de enorme complejidad y densidad conceptual.

¿Cuál es la manera de abordar esta encrucijada? ¿Debería abandonar mis propósitos iniciales de abrir la clase a la participación de los alumnos, rechazándolos por ingenuos e impracticables en un curso como segundo de bachillerato? ¿Tendría que intentar poner en práctica la propuesta de la clase invertida o "Flipped classroom" para ver cómo funciona? ¿Y qué haría entonces con los alumnos que no disponen de libro o que no lo leen en casa antes de abordar los contenidos en el aula? El problema me resulta especialmente agobiante porque sé que con mi método tradicional los resultados académicos suelen ser muy positivos. ¿No estaré aventurándome en un terreno cenagoso simplemente para satisfacer a mi propio ego, que aspira a alcanzar cotas nunca vistas de excelencia y a convertirme en el mejor profesor del mundo? ¿No estaré tratando de encajar con calzador lo que es mi propia manera de ser profesor dentro un modelo que no es el mío? ¿No debería escuchar más a mi cuerpo, a mis emociones y sobre todo a mis alumnos sobre este asunto? Quizá esto mismo es lo que debería hacer, preguntarles cómo ven ellos el asunto para saber qué es lo que les parece mejor que hagamos en clase... O, como probablemente diría mi coach, no es que esto sea lo que debería hacer, sino que esto es lo que realmente quiero hacer... ¿Me atreveré a intentarlo?


viernes, 7 de octubre de 2016

Caminando acompañado

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Cuando uno emprende un viaje, sobre todo si éste va a ser largo y arriesgado, siempre es preferible hacerlo acompañado. Si la persona que está a nuestro lado no sólo camina a nuestro lado, sino que además nos proporciona guía, confianza y apoyo, entonces las cosas parecen mucho más asequibles y pierden parte de esa sombra amenazadora que siempre vemos en lo desconocido.

Eso es justamente lo que he tenido la suerte de encontrar en mi proceso de cambio, una persona en quien confiar y a quien poder recurrir en caso de necesidad si las cosas se complican. En esto consiste el coaching, que aunque pueda parecer tan sólo una moda o una tendencia pasajera, en realidad ofrece una vía muy eficaz y poderosa para emprender cambios y para apoyar los procesos de crecimiento personal. 

Complementar con la ayuda del coaching mi nueva manera de estar en el aula y de vivirme como profesor me ha parecido una buena forma de consolidar mis pequeños progresos. Tengo mucha suerte de haber encontrado a alguien que va a estar a mi lado y con quien puedo contar, que me escucha, que cree en mi capacidad para avanzar, que me acompaña en los éxitos y en los fracasos, que me ayuda a encontrar mis debilidades y a enfrentarme a ellas, y que siempre muestra la disposición necesaria para darle ánimo y aliento. 

Mi coach es, además, la orientadora de mi centro, y también mi amiga. Hace algún tiempo tuve ocasión de participar con ella en un intenso curso de formación que fue mi primer contacto con el mundo del coaching, y que resultó para mí un verdadero descubrimiento. Después ella actuó como mi coach durante algunos meses, lo cual me ayudó enormemente a ir encontrándome como persona y a ir acercándome al tipo de profesor que quiero ser. Ahora, aprovechando el empuje con el que quiero hacer realidad en el aula una nueva manera de enseñar y de aprender, estoy seguro de que su compañía y su apoyo me van a ser de gran ayuda.

Ayer tuvimos nuestra primera sesión, un encuentro en el que le expliqué dónde estoy y hacia dónde me quiero encaminar, y en el que ella me dio algunas orientaciones que me han hecho pensar mucho y que me han ayudado a descubrir cuánto me queda todavía por aprender. Ha sido sólo el primer paso de este camino en compañía, que sin duda me va a servir para ganar confianza en mis posibilidades de irme acercando a la meta.

miércoles, 5 de octubre de 2016

Una clase fenomenal

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Es curioso. Yo solía pensar que mi conexión con los alumnos era más fácil con los estudiantes mayores, por lo que habitualmente he preferido dar clases en Bachillerato, a jóvenes con edades entre 16 y 18 años. Mi impresión era que con los alumnos más pequeños, digamos de 12 o de 13 años, la relación me resultaba más difícil, porque muchos de ellos presentan rasgos aún muy infantiles, de gran dependencia y falta de autonomía, y porque les resulta más complicado desarrollar un pensamiento abstracto, que es esencial en clases donde se trata de asuntos filosóficos. 

Este año yo seguía pensando así, pese a que las circunstancias me han obligado a dar clase a un numeroso grupo de alumnos de la ESO. La LOMCE, que este año se ha implantado de forma definitiva en todos los cursos de la Educación Secundaria, ha introducido una nueva asignatura de Valores Éticos en la que se incluyen contenidos anteriormente cubiertos por la Educación para la Ciudadanía y por la Ética. Sin embargo, esta asignatura nueva es una optativa, que no todos los alumnos cursan, ya que deben elegir entre Valores Éticos o Religión. Esto significa que un alumno que prefiera estudiar Religión puede pasar toda su vida escolar sin haber oído hablar de la ética, de la Constitución Española o de los Derechos Humanos. Esto a mí me parece una insensatez y una irresponsabilidad, pero es que además a los profesores de filosofía nos complica enormemente la vida, ya que como únicamente hay unos pocos alumnos de religión en cada grupo a la hora de elaborar los horarios esto obliga a crear bandas horarias en las que simultáneamente se imparta Religión y Valores Éticos, cursados por varios grupos del mismo nivel. En la práctica esto significa que debe haber varios profesores de filosofía impartiendo la misma asignatura al mismo nivel y al mismo tiempo, lo cual nos fuerza a elegir muchos grupos y materias diferentes. Así no es posible que un profesor se encargue únicamente de los Valores Éticos de 1º de ESO, por ejemplo, ya que es preciso disponer de dos o de tres profesores que puedan dar esta misma clase a la vez. Como puede imaginarse, esto nos hace las cosas mucho más difíciles, multiplicando innecesariamente las materias que tenemos que preparar y obligándonos a tener un montón de alumnos de distintas edades.

Con este panorama yo estaba bastante descontento, ya que en general me solía sentir más cómodo con los alumnos mayores. Sin embargo, este nuevo modo de dar clase que estoy poniendo en práctica me tenía reservadas algunas sorpresas. Últimamente estoy sintiéndome muy cómodo con mis clases de la ESO, que están funcionando estupendamente desde que intento darles un enfoque más práctico, cercano y participativo. Hoy, por ejemplo, he dado una clase sobre las emociones que ha sido todo un éxito. Los alumnos han participado como actores, tratando de expresar con su rostro las distintas emociones humanas mientras sus compañeros trataban de adivinar cuál era el sentimiento de que se trataba. Esto nos ha divertido, nos ha entretenido y nos ha ayudado a entender de forma muy práctica y directa la dimensión emocional del ser humano. ¡Dar clase así es mucho más divertido, eficaz y satisfactorio que hacerlo con una charla magistral! No creo que pueda haber mejor refuerzo que este para mis no siempre fáciles intentos de poner en marcha un verdadero cambio metodológico...

martes, 4 de octubre de 2016

Practicando con las webquests


Entre las distintas estrategias que he probado durante los últimos años para acercarme a un modelo educativo más activo, constructivista y participativo me ha gustado especialmente el uso de las webquests. En concreto, las webquests me han servido para potenciar el trabajo en grupo, la cooperación entre alumnos, la enseñanza horizontal y la tutoría entre iguales. En general, este tipo de actividades me ha sido muy útil con mis alumnos de la ESO, en la asignatura de Valores Éticos, donde habitualmente suelo desarrollar un trabajo en grupo por trimestre. En una asignatura que únicamente cuenta con 1 o 2 horas semanales, esto puede ser todo un reto para el profesor, que puede dedicar un mes a trabajar en grupos cooperativos con los alumnos.

Para aclarar en qué consisten las webquests incluyo a continuación un par de ejemplos con algunas de las que yo he creado y que han tenido buen resultado en mis clases durante los últimos años.

Y aquí hay otra webquest creada por otro profesor, que voy a proponer a mis alumnos de 4 de ESO esta misma semana. Espero que les guste...
En general, los estudiantes encuentran muy motivadoras y atractivas este tipo de actividades, aunque lo cierto es que no todos se esfuerzan ni trabajan en grupo con el mismo empeño y aprovechamiento. Pero claro, tampoco todos los alumnos aprenden ni trabajan igual en un modelo pedagógico tradicional y transmisivo. En realidad,  creo que el punto que más complicado me resulta, y el que me gustaría mejorar este año, es el diseño de rúbricas adecuadas, eficaces y sencillas que puedan ayudarme a evaluar de manera objetiva y justa el trabajo de los alumnos. La rúbrica que he utilizado hasta ahora, aunque en teoría muy clara y efectiva, a mí me resulta en la práctica difícil de aplicar. ¿Será que no dedico el tiempo necesario a evaluar todos estos apartados, o quizá a mi inexperiencia en la utilización de este tipo de sistema? Sin duda también en este campo tengo mucho camino que recorrer, y creo que la mejor manera de hacerlo es llevando a la práctica este tipo de evaluaciones para ir gradualmente aprendiendo de mis aciertos y de mis errores.