
Ahora que llevamos casi un mes en marcha con este curso escolar, y después de haber empezado con tanto entusiasmo y tanta ilusión, creo que estoy empezando a sentir mis primeras dudas en el camino. Supongo que es algo normal, teniendo en cuenta la difícil apuesta que he hecho este año, pero aún así el tema me desasosiega más de lo que me gustaría.
Para empezar, me siento muy cansado porque la preparación de todos los materiales y de las clases requiere una enorme inversión de tiempo y de energía que me hace llegar agotado al fin de semana. Tal vez, como muy acertadamente sugirió mi coach en nuestra primera sesión de la semana pasada, en todo este proceso esté manifestándose uno de los aspectos de mi lado más sombrío: el desmesurado afán de perfeccionismo que me lleva a tratar de tener todo bajo control. Al revisar el decálogo que escribí, me hizo notar algo que yo no había advertido y que es muy revelador. Justo al principio de mis diez puntos, en el primero, he empezado por utilizar dos veces la palabra "bien", un término difícil de definir porque es excesivamente abierto y subjetivo, y en el que además resuena una considerable carga de exigencia y de obligación. Es sintomático que justamente sea así como haya decidido comenzar mi lista de propósitos para este año. Aunque una dosis de estructura y organización es muy positiva, y yo creo que no podría vivir sin ella, el problema surge cuando esta necesidad de planificación se apodera de mi vida y de mi tiempo y amenaza con asfixiarme. Esto es lo que a veces he sentido en los últimos días, en los que incluso me costaba descansar bien por las noches porque mi mente seguía preocupada con las actividades y los ejercicios que tenía pendientes para mis clases. Esto no es nada sano, y no es el tipo de vida que deseo para mí, ni como profesor ni como persona. ¿Seré capaz de encontrar el equilibrio entre la confianza que me proporciona disponer de una estructura y la necesidad de disfrutar del descanso y la desconexión que tanta falta me hacen?
En segundo lugar, me preocupa cada vez más lo difícil que me está resultando aplicar este nuevo método abierto, participativo y constructivista en mis clases de bachillerato. Con los alumnos más pequeños todo va sobre ruedas, creo que de hecho las cosas van mucho mejor que el año pasado, cuando mi estilo era mucho más vertical y controlador. Sin embargo, en bachillerato las cosas son distintas. Aunque en teoría todo suena muy bonito, mi tendencia natural a acaparar la palabra y a tomar las riendas de la clase se agudiza cuando me enfrento a una clase de 30 alumnos con un nivel muy bajo de conocimientos en mi asignatura, y que se van a enfrentar a un examen externo de carácter básicamente memorístico. Aunque yo ya me había dado cuenta de esta deriva, la cosa quedó claramente en evidencia el otro día, cuando uno de mis mejores alumnos, brillante, participativo, crítico y muy inteligente me recordó que el primer día del curso yo había prometido hacer clases más participativas, pero que últimamente me pasaba el tiempo hablando sin apenas permitir a los alumnos intervenir con preguntas. Le di, por supuesto, la razón. Y no solo eso, sino que además pedí su ayuda para intentar encontrar un camino que nos permitiese conjugar un modelo participativo, abierto y horizontal con la necesidad de cubrir un temario que abarca 24 siglos y trata en profundidad a 12 autores distintos de enorme complejidad y densidad conceptual.
¿Cuál es la manera de abordar esta encrucijada? ¿Debería abandonar mis propósitos iniciales de abrir la clase a la participación de los alumnos, rechazándolos por ingenuos e impracticables en un curso como segundo de bachillerato? ¿Tendría que intentar poner en práctica la propuesta de la clase invertida o "Flipped classroom" para ver cómo funciona? ¿Y qué haría entonces con los alumnos que no disponen de libro o que no lo leen en casa antes de abordar los contenidos en el aula? El problema me resulta especialmente agobiante porque sé que con mi método tradicional los resultados académicos suelen ser muy positivos. ¿No estaré aventurándome en un terreno cenagoso simplemente para satisfacer a mi propio ego, que aspira a alcanzar cotas nunca vistas de excelencia y a convertirme en el mejor profesor del mundo? ¿No estaré tratando de encajar con calzador lo que es mi propia manera de ser profesor dentro un modelo que no es el mío? ¿No debería escuchar más a mi cuerpo, a mis emociones y sobre todo a mis alumnos sobre este asunto? Quizá esto mismo es lo que debería hacer, preguntarles cómo ven ellos el asunto para saber qué es lo que les parece mejor que hagamos en clase... O, como probablemente diría mi coach, no es que esto sea lo que debería hacer, sino que esto es lo que realmente quiero hacer... ¿Me atreveré a intentarlo?
¿Cuál es la manera de abordar esta encrucijada? ¿Debería abandonar mis propósitos iniciales de abrir la clase a la participación de los alumnos, rechazándolos por ingenuos e impracticables en un curso como segundo de bachillerato? ¿Tendría que intentar poner en práctica la propuesta de la clase invertida o "Flipped classroom" para ver cómo funciona? ¿Y qué haría entonces con los alumnos que no disponen de libro o que no lo leen en casa antes de abordar los contenidos en el aula? El problema me resulta especialmente agobiante porque sé que con mi método tradicional los resultados académicos suelen ser muy positivos. ¿No estaré aventurándome en un terreno cenagoso simplemente para satisfacer a mi propio ego, que aspira a alcanzar cotas nunca vistas de excelencia y a convertirme en el mejor profesor del mundo? ¿No estaré tratando de encajar con calzador lo que es mi propia manera de ser profesor dentro un modelo que no es el mío? ¿No debería escuchar más a mi cuerpo, a mis emociones y sobre todo a mis alumnos sobre este asunto? Quizá esto mismo es lo que debería hacer, preguntarles cómo ven ellos el asunto para saber qué es lo que les parece mejor que hagamos en clase... O, como probablemente diría mi coach, no es que esto sea lo que debería hacer, sino que esto es lo que realmente quiero hacer... ¿Me atreveré a intentarlo?
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