
Es sorprendente cómo la vida a veces nos da auténticas lecciones cuando uno menos se lo espera. A mí acaba de ocurrirme algo así, cuando de la manera más insospechada me he visto envuelto en un insospechado ejercicio de empatía aplicada. La sacudida ha sido fenomenal, pero me ha servido para aprender de forma muy clara los sentimientos y las emociones que algunos de mis alumnos pueden experimentar cuando yo mismo estoy delante de ellos impartiéndoles clase.
Para aclarar lo que ha ocurrido es preciso dar primero un pequeño rodeo. El centro educativo en el que yo doy clases es una institución algo peculiar, porque se organiza en tres turnos diferentes (mañana, tarde y noche), y porque dispone de dos edificios distintos. El hecho de que los alumnos de bachillerato reciban sus clases en el edificio más grande, antiguo, noble e impresionante, que cuenta además con protección oficial por su valor artístico e histórico, es de por sí un claro síntoma de la forma en que generalmente se entiende el proceso educativo en la cultura de nuestro centro. Pero esa es otra historia, a la que tal vez algún día me anime a dedicar una entrada en este blog. Lo que hoy quería contar es que el edificio secundario, al que también sintomáticamente denominamos "anexo" (como si simplemente fuera un añadido postizo de lo realmente importante, que son las clases de bachiller) no pertenece íntegramente a nuestro Instituto de Educación Secundaria, puesto que su uso lo compartimos con la Escuela Oficial de Idiomas del barrio. Por la mañana, en este edificio nosotros damos clase a los alumnos de ESO, mientras que por la tarde los profesores de idiomas dan clase de inglés, francés, alemán y español a quienes desean aprender otra lengua.
Aprovechando esta curiosa circunstancia, que pone tan cerca de nosotros la interesante oportunidad de aprender una lengua extranjera, hay varios profesores y muchos alumnos de nuestro instituto que se deciden a inscribirse en la Escuela de Idiomas. Siguiendo su ejemplo, este año también yo me he animado. Tengo la suerte de hablar inglés con fluidez y mucha soltura, lo cual me ha sido de gran utilidad porque me ha permitido obtener una plaza definitiva como profesor de filosofía en mi instituto, que es bilingüe. De no haber sido porque cuento con la habilitación para dar clases en inglés, posiblemente habría tenido que esperar treinta años para lograr un traslado a un centro educativo tan céntrico y atractivo como este en el que ahora estoy trabajando. Así que realmente aprender idiomas sí que puede servir, al fin y al cabo, para algo... Además, hablo francés a nivel medio y comprendo sin grandes dificultades el italiano y el portugués, lo cual me permite comunicarme a nivel básico y leer libros en estos dos idiomas.
El alemán, en cambio, me parece una lengua mucho más difícil. Aunque estudié algo de alemán hace ya casi veinte años, y aunque a base de leer con atención los libretos de óperas y canciones alemanas he logrado adquirir un vocabulario básico, lo cierto es que mis conocimientos en esta lengua son muy limitados. Siempre he querido dominar el alemán, que me parece una lengua importantísima en la filosofía, la música y la literatura, así que este año me he liado la manta a la cabeza y me he inscrito en la Escuela de Idiomas que tengo tan cerca de mi trabajo. En el mes de junio tuve que hacer un examen para determinar mi nivel. Para mi sorpresa, me indicaron que debía matricularme en cuarto curso, que es el escalón educativo que conduce a la obtención de un certificado B1 en el marco europeo de las lenguas. Esto a mí me parece que está bastante por encima de mi dominio real del alemán, ya que me cuesta mucho encontrar las palabras adecuadas para expresarme en este idioma, sobre todo si lo comparo con mi dominio del inglés. Pero no soy yo el experto que debe determinar cuál es el grupo adecuado que me corresponde, así que tras superar mis dudas iniciales, entre orgulloso y asustado por haber sido considerado digno de tal honor, finalmente me decidí a matricularme en cuarto curso de alemán.
Pero nada me había preparado para la sorpresa inicial del primer día de clase. Sentado en medio de un grupo en el que yo no conocía a nadie y en el que no sabía muy bien qué esperar, me encontré de repente envuelto en una verdadera experiencia de inmersión lingüística para la que no estaba en absoluto preparado. Después, pensándolo un poco, me ha parecido completamente normal que en un nivel como este todo el mundo, y sobre todo la profesora, deba hablar alemán y nada más que alemán en la clase. Pero mi escasa experiencia utilizando esta lengua, mi falta de vocabulario y mi inseguridad me hicieron sentir tremendamente incómodo, sobre todo al principio. También creo que tuvo mucho que ver el hecho de que nuestra profesora hable alemán a gran velocidad y empleando un volumen muy bajo, lo cual hace que todos los alumnos hayamos comenzado a disputarnos los asientos en primeras filas de la clase para poder entenderla algo mejor. Pese a todo, haciendo un gran esfuerzo de concentración, creo que logré comprenderla bastante bien, aunque eso no mitigó mi sensación de zozobra e inseguridad.
Y entonces fue cuando caí en la cuenta. Esta es, exactamente, la misma sensación que deben experimentar mis alumnos de la ESO cuando yo, que imparto clase íntegramente en inglés, me dirijo a ellos en el aula. Los rostros de desconcierto, de incomodidad, de vergüenza y de miedo que aprecio en muchos de ellos me parecían algo difícil de comprender. ¡Claro! El inglés que utilizo me parece tan básico, tan fácil de comprender, tan elemental, tan transparente... que parece mentira que haya alguien para quien resulte imposible de entender. A veces me olvido de que no todo el mundo tiene el mismo dominio de este idioma, que para ninguno de nosotros es una lengua materna. La transparencia y claridad que el inglés tiene para mí es sólo el efecto, logrado con mucho tiempo y esfuerzo, de mis largos años de práctica y aprendizaje, que la mayor parte de mis alumnos todavía no ha tenido ocasión de disfrutar. Enfrentarme a la dura experiencia de la inmersión en el alemán, aunque haya sido solo por una hora o dos, me ha permitido comprender la sensación de agobio asfixiante que puede suponer verse envuelto en un idioma que resulta difícil de comprender. ¡Y eso que yo sí que lograba entender algo! ¿Cómo se sentirán los alumnos que de verdad no entienden nada? ¿Soy consciente a diario de sus dificultades? ¿Los tengo en cuenta cuando doy mis clases? ¿Me acuerdo de verlos, uno a uno, en su incomparable individualidad, para atender sus dudas y para resolver sus problemas? ¿Me servirá esta experiencia tan curiosa, de empatía práctica por sorpresa, para ser más comprensivo, paciente y cuidadoso cuando yo doy mis propias clases en inglés?
Un buen baño de empatía sin duda. ¿Crees q les gustaría saber de esa experiencia tuya a ellos?; si tu fueras uno de tus alumnos, ¿qué te aportaría que tu profe te contara una experiencia así?
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