jueves, 22 de septiembre de 2016

Un regalo para compartir



¡Qué regalo tan fabuloso me han hecho mis alumnos de bachillerato! Cuando les pedí que escribiesen algo acerca de sus vidas, lo cierto es que no sabía si esa propuesta les iba a parecer inadecuada o excesiva. Lo que les sugerí es que intentasen responder a tres preguntas: 1) ¿De dónde vengo?, 2) ¿Dónde estoy?, 3) ¿Hacia dónde me encamino?, pero sin darles más precisiones de extensión, de formato o de orientación. Quería que fueran ellos quienes, libremente, decidieran pensar acerca de sí mismos para intentar encontrarse, en una etapa tan importante y tan conflictiva como la que están atravesando. Para animarles en este proceso de autorreflexión y de búsqueda, les aseguré que aparte de mí nadie iba a leer ese documento confidencial, y les prometí que yo también les contaría en la clase de dónde vengo, dónde creo estar y hacia dónde me encamino.

Esta promesa me ha dado la oportunidad de comentarles, cara a cara y sin miedo, el proyecto de cambio en el que estoy embarcado, y del cual ellos también son en cierto modo protagonistas, puesto que es a mis alumnos a los que principalmente va a afectar mi nuevo modo de enseñar. Así que, también por honestidad, pero sobre todo por confianza y por convicción, me he animado a compartir con ellos mis inquietudes, mis zozobras y mis proyectos como profesor. Hasta ahora yo no era partidario de exponer mis sentimientos y mis dudas ante mis alumnos. Durante mucho tiempo he pensado que un profesor no podía mostrar en público sus incertidumbres ni sus inseguridades, y que los sentimientos tormentosos o las emociones personales debían quedar aparcadas cuando el docente está en el aula. Creo ahora estar descubriendo que, al hacer eso, me estaba perdiendo una parte esencial de la educación, puesto que la conexión con el ser humano a quien trataba de enseñar se hacía mucho más fría y más lejana. Ahora, en cambio, me parece que abrir el corazón, mostrar tu vulnerabilidad, tu ilusión, tu miedo y tu esperanza es la mejor manera de acercarte al otro y de captar su empatía y su interés humano. De hecho, pocas veces he sentido un silencio tan profundo, tan respetuoso, tan atento y tan diáfano como cuando he contado esta mañana en clase cuál es mi trayectoria personal y hacia dónde quiero encaminarme.

Pero lo principal no es lo que yo pueda tener que contar a mis alumnos, sino más bien las extraordinarias historias que ellos me han regalado. Porque lo que me han entregado es un fabuloso tesoro, repleto de emoción, de proyectos, de energía y de horizontes abiertos. Late en esos textos toda la pasión de la juventud, toda la esperanza viva ante el futuro, toda la fe en la posibilidad de hacer realidad los sueños y cambiarlo todo. Cuando alguien como yo, con cuarenta y cuatro años, lee algo así, resulta inevitable sentirse conmovido. Desde luego, en las reflexiones de mis alumnos también palpita la confusión, la incertidumbre, la desorientación y el miedo ante lo desconocido. Pero estos sentimientos, tan comprensibles y naturales en un joven que se encuentra en el trance de definir su futuro académico y profesional, no empañan la profunda ilusión y la maravillada alegría de vivir que, como un torrente, desborda los márgenes del papel en el que escriben y de las aulas en las que estudian. Al leer sus palabras me he dado cuenta de cómo el tiempo y los desengaños me han vuelto más escéptico, más prudente, más conformista y más viejo. Escuchar sus historias y aprender de sus ilusiones me ha servido para recuperar una pizca de ilusión ante el futuro y para recordar que, aunque mis horizontes ya no parezcan estar tan despejados, siempre hay un mañana por escribir. Me sentiría orgulloso, feliz y agradecido si quienes han de hacer realidad nuestro futuro son personas tan llenas de empuje, entusiasmo, alegría e ilusión como estos alumnos a los que tengo el inmenso privilegio de tener en mi clase.

1 comentario:

  1. Al romper el armazón de hierro se corre el peligro de encontrar amor; en cualquiera de sus versiones ;)

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