Hace un par de días una gran amiga, con la que he compartido muchas conversaciones sobre la educación, después de echar un vistazo a este blog, me escribió sorprendida para comentarme que echaba en falta algo importante. Cuando he tratado de explicar los motivos que me han impulsado a cambiar mi manera de enseñar he hablado de mi insatisfacción en el aula, de mis viajes, de mis cursos y de mis reflexiones, pero no he hecho ninguna referencia al flexo, que tan destacado papel ha tenido en mi evolución personal de los últimos años. Creo que es de justicia que hoy me detenga un poco a explicar en qué consiste el flexo y cuánto le debo.
Creo que para entender lo que es el flexo lo mejor sería empezar por imaginarse a un grupo de profesores relativamente jóvenes, ilusionados con su trabajo, llenos de entusiasmo y de energía. Sin embargo, pese a sus mejores intenciones, las cosas no son fáciles para ellos, porque les ha tocado desempeñar su labor en un centro educativo muy difícil, con alumnos de muy diversa procedencia étnica, entre los cuales hay algunos que desconocen el español, otros que rechazan por completo el sistema escolar y otros que manifiestan actitudes agresivas, desafiantes y a menudo violentas. Esta situación es especialmente complicada, porque estos profesores tienen la impresión de que el equipo directivo dista mucho de estar a la altura de las dificultades y los retos que plantea una escuela tan compleja. La falta de liderazgo, de trabajo en equipo y de directrices comunes obliga a cada profesor a buscarse la vida como buenamente puede, tratando de sobrevivir en un entorno hostil y agobiante que pesa como una losa sobre sus conciencias. La mayoría no tiene más opción que ponerse la armadura antes de entrar en el aula, confiando en que de algún modo el tiempo pase rápidamente y finalmente suene la campana antes de que suceda una catástrofe. A veces, cuando a última hora de un viernes el profesor sale de una clase especialmente difícil en la que ha tenido la impresión de no haber sido capaz de enseñar nada, todo el empuje y la ilusión con la que inició su vida laboral parecen venirse abajo. Lo único que perdura es un sentimiento de frustración sin límites, de impotencia, de futilidad y de vacío que se extiende como una sombra durante todo el fin de semana. A esta depresiva sensación se suma la triste convicción de no ser un buen profesor, de no estar sabiendo responder a las dificultades, de no estar capacitado para ayudar a estos alumnos difíciles, que son quienes más lo necesitan.
En esos primeros años de mi vida profesional experimenté a menudo este doloroso sentimiento de fracaso, que era doblemente amargo porque la vergüenza me hacía incapaz de compartirlo con nadie más. Sentirse frustrado, inútil e impotente es terrible, pero es mucho más aterrador sentirlo a solas sin poder hablar de ello con los demás, que posiblemente también se sienten así. Efectivamente, no era yo el único que se sentía de ese modo. Un día, de la forma más casual e inesperada del mundo, un grupo de varios profesores nos encontramos, sin saber cómo, lamentándonos amargamente de nuestro dolor y de nuestra tristeza. De forma natural surgió la necesidad de vernos, de comentar cómo nos sentíamos, de arroparnos unos a otros en nuestro dolor, de imaginar entre todos una solución, de unirnos para intentar recuperar un pequeño atisbo de esperanza.
Así fue como empezamos a vernos, primero informalmente y luego de manera más estructurada, una vez al mes, para compartir nuestras reflexiones sobre la educación y para abrirnos a esos sentimientos y emociones que nos arrollaban. En el grupo pronto descubrimos tanto amor y tanta apertura que acabamos por llamarlo el flexo, ya que igual que esta familiar lámpara nuestras reuniones estaban llenas de luz. Sin embargo, el flexo también era un espacio de profundización en nuestros más oscuros y temibles rincones, en nuestros miedos profesionales y en nuestros bloqueos como personas. En cierto modo, era algo así como un grupo de terapia sin terapeuta y sin red, un lugar en el que muy a menudo podías acabar abriendo tus entrañas y exponiéndolas ante los demás, sin que nadie supiera muy bien cómo volver a colocarlas en su sitio para cerrar la herida. De hecho, después de mis reuniones del flexo yo a menudo regresaba a casa con mis heridas abiertas. Unas heridas, además, que tardaban días en dejar de sangrar. Es cierto, no obstante, que el flexo me ayudó mucho a reflexionar y a encontrarme, a comparar mi manera de entender la vida y la educación con la de personas muy diferentes a mí, a tomar decisiones importantes y a ser consciente del lugar que ocupo y del que quiero ocupar en el mundo de la enseñanza. Por todo ello creo, sin duda, que debo estarle muy agradecido. Sí, claro que el flexo también ha tenido mucho que ver en mi decisión de ponerme en marcha para cambiar mi manera de enseñar. ¡Gracias de corazón por recordármelo y por haber compartido conmigo todo este trecho del camino!
Pero creo que la mejor manera de entender cómo el flexo ha contribuido a hacer de mí la persona y el profesor que voy siendo es abrir una ventana a los textos que escribí para nuestras reuniones. He aquí unos cuantos que pueden servir de muestra...
- Violencia y escuela
- Y ahora qué
- Pensando los límites
- Dando pasos
- Lo que me empequeñece y lo que me ilumina
Con qué profundidad lo vives y lo cuentas todo. Viviendo todo así de intensamente es normal que te vaya dejando huella y que esta se materialice también en parte de tu cambio y búsqueda continua.
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